Tardes de soledad: atavismo y contradicción

POR: JOSÉ LUIS SALAZAR

30-06-2025 13:22:58

Tardes de soledad: atavismo y contradicción


Tras ganar la Concha de Oro en el Festival de Cine San Sebastián, Tardes de Soledad tuvo su estreno en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, donde ganó el Premio a Mejor Documental Iberoamericano; la más reciente obra del prodigioso cineasta español Albert Serra exalta su maestría técnica mientras que deja entrever las contradicciones de su discurso y la languidez de lo que pronto se revela como encargo.

El director de Liberté, Pacifiction, La muerte de Louis XIV e Historia de mi muerte sigue al torero peruano Andrés Roca Rey y al español Pablo Aguado (éste último eliminado totalmente del metraje) a lo largo de 3 años en sus corridas en plazas y sus momentos previos y posteriores sin intervención alguna. Ni un texto, ni un diálogo se cruza entre la imagen tan pura y sobria del matador. Salvo por las panorámicas de la plaza y los agónicos momentos finales de un toro desangrándose en la arena, todo el tiempo la cámara sigue a Andrés priorizando su gesticular, sus poses y los detalles de una vestimenta que convierten al hombre en bestia.


En 1964 cuando Susan Sontag publicó Contra la interpretación dedicando uno de sus capítulos a lo camp, -una manera de mirar al mundo como fenómeno estético-, estableció que esto se define en grado de artificio y estilización, no de belleza. A lo largo de 58 postulados Sontag enlista las características de lo camp en donde se encuentran algunas de la más reciente obra de Serra.


"El gusto camp se apoya en un principio del gusto rara vez reconocido: la forma más refinada del atractivo sexual (así como la forma más refinada del placer sexual) consiste en ir contra el propio sexo. Lo más hermoso en los hombres viriles es algo femenino, lo más hermoso en las mujeres femeninas es algo masculino. Aliado al gusto camp por lo andrógino, hay algo que parece muy distinto pero que no lo es: un culto a la exageración de las características sexuales y los amaneramientos de la personalidad",


El caminar, su gestualidad, los pantalones ceñidos forrados en lentejuelas, la chaquetilla con bordados, la montera, el capote colorado, las cadenas de oro y las zapatillas ponen a Andrés Roca en el finísimo hilo, sí entre la vida y muerte pero también el, que supone su propia masculinidad. Los halagos se desbordan: "eso macho", "eres el puto amo". La masculinidad se escenifica, la testosterona se ritualiza.


Tardes de soledad: atavismo y contradicción


El torero, figura mítica de virilidad ibérica, se revela como el espíritu de la extravagancia que describe Sontag, una exuberancia andrógina de estilización extrema y teatralidad corporal que deviene camp también por la ambición de su director de hacer algo extraordinario. Pero esa ambición, que se pretende antropología de la tauromaquia, tropieza con la fallida seriedad del encargo.


"En lo camp ingenuo, o puro, el elemento esencial es la seriedad, una seriedad que fracasa. Desde luego, no toda seriedad que fracasa puede ser reivindicada como camp. Sólo aquella que contiene la mezcla adecuada de lo exagerado, lo fantástico, lo apasionado y lo ingenuo".


Andrés Roca personifica esa fuerza que admira la mirada camp pues su contorneo, sus pisadas en cuclillas, sus besos en el aire y en las mejillas de la cuadrilla, las manos ajenas que recorren su cuerpo mientras lo visten y que lo cargan en brazos para hacerlo entrar en su entalladísimo pantalón, sus miradas llenas de deseo, el persigne ante la virgen María y hasta las cornadas que recibe del animal magnifican su belleza y lo muestran no como personaje en desarrollo sino como una intensísima figura de teatralidad. Su cuerpo es un rito, el rito una imagen de deseo. En ese sentido, el torero expresa en la arena, como dice José Amicola, "una desfachatada salida del clóset" en la que la virilidad y masculinidad se exageran hasta volverse estética, o como plantea Michel Leiris, una “dramática copulativa" donde el cuerpo se entrega al erotismo, la muerte y el artificio.


Sin embargo, Tardes de soledad carece de factores primordiales para ser camp: la pasión y lo snob.


Serra admite realizarla por encargo para el máster de documental de la Pompeu Fabre a petición de Jordi Batlló. Ausente de la sensibilidad irreprimible que describe Sontag y con una extravagancia inconsistente que desaparece apenas el toro aparece en pantalla como pedazo de carne expuesta o mancha de sangre, Tardes de soledad se aleja de lo camp y cae en la parodia cuando no en propaganda de la fiesta brava que se esmera en enfocar la carnicería. Lo mismo se extiende a la fama del documental que ha alcanzado los máximos reflectores de la industria fílmica iberoamericana que ni la publicidad de MUBI para Pacifiction o incluso el Leopardo de Oro en Locarno para Historia de mi muerte le consiguieron a su director. Las filas para verla en el FICG, San Sebastián o BAFICI la vuelven "demasiado importante y no lo bastante marginal".


Tardes de soledad: atavismo y contradicción


Tardes de soledad más allá del formal desarrollo estético se presenta como un ejercicio contemplativo que reitera los códigos formales que han definido la obra de Serra: largos planos fijos, escasa o nula narración y una estética marcada por la espera y el barroquismo cultural ibérico. No obstante, en esta ocasión el resultado parece más un gesto de repetición que de renovación. La película se instala en una especie de vacío discursivo, donde la mirada autoral, aunque reconocible, no logra superar la maestría de la puesta en escena.


A pesar de la impecable fotografía y de la coreografía hipnótica del matador y el toro en la arena que por momentos alcanza una belleza formal incuestionable, la cinta transcurre con una distancia con su público abrazando la autocomplacencia de su director quién bajo los mismos ojos inmutables observa la belleza dancística de hombre y animal como la sucesiva barbarie.


Serra filma el cuerpo del torero como si aún pudiera extraer de él un misterio, alguna leyenda o rastro de misticismo pero su búsqueda se ve truncada por sí mismo y por la banalidad de sus intenciones estéticas cuando por tercera o cuarta vez un achacado, sangrante y lacerado toro de desploma y fallece ante nuestros ojos porque frente a quien quiere conmover a través de una innecesaria crueldad arcaica, el público no puede más que reconocer en su autor un vehículo ideológico atávico y por primera vez, en lugar de contemplar, querer cerrar los ojos.



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