18º Zanate: La convergencia del documental mexicano. PARTE 2
POR: JOSÉ LUIS SALAZAR
09-12-2025 01:07:06

Una vez más, las distintas formas de periferia convergieron en una de las entrañas de la cinefilia nacional: Colima. En su décima octava edición del festival era evidente en las caras de los asistentes a las funciones de cortometrajes —que miraban en maratón para reunir los sellos y entrar en la rifa del festival— que había algo que trascendía la pantalla y los orillaba a reunirse, discutir los cortos y buscar, en los nombres grabados en las sillas de la Sala Universitaria de Cine, a sus directores favoritos, en un espacio que rinde homenaje tanto a Yasujiro Ozu como María Luisa Bemberg.
Siguiendo la tradición, los nuevos nombres del cine nacional desfilaron ahí, ya en otra sede, en el Museo Fernando del Paso. Paloma López Carrillo, Pepe Gutiérrez, Gustavo Gamou, Yovegami Ascona, Indira Cato, Adria Campmany, Nicolas Défossé, Roberto Ortiz, Abraham Escobedo-Salas y Eduardo Esquivel, además de tres más que acompañaron desde la ausencia con sus voces cinematográficas: Kani Lapuerta, Carlos San Juan y Ana Tsuyeb.
En un paisaje totalmente opuesto al aire seco y cálido de Colima, Say Goodbye —ópera prima de la experimentada editora Paloma López Carrillo, estrenada en FICUNAM a mediados de año y luego exhibida en festivales tan diversos como DokuFest o Visions du Réel— sigue en los nevados parajes de Utah a familiares de la propia directora mientras transitan por un duelo reprimido, que ciertos extractos de archivo familiar y conversaciones sutiles sacan a flote, tras la desaparición de un padre.
El celebrado documental, ganador de mención honorífica en FICUNAM, del Premio José Rovirosa y del Premio Vertov de montaje en Zanate, destaca dentro de la selección por su manera de construir a una familia, la Vargas Carrillo, a través de pequeños gestos, silencios, objetos y conversaciones. Como aquella que sostiene Sol, la hija, con su terapeuta, que hacia el final le permite nombrar esa pesadumbre que la acompaña, haciendo presente la ausencia que la atraviesa a ella y a toda su familia pese a que rara vez la exteriorizan. Paloma, ahí presente con una playera de Persona de Bergman, entre las preguntas del público realizó un segundo ejercicio que se extiende fuera de su practica fílmica: reconocer ella misma esa ausencia, una que prevalece cuando la cámara deja de rodar.
Quien trabajara en el sonido de la película, Adria Campmany, también presentó durante el festival su largometraje Travesía a los confines, un recorrido por las vías ferroviarias de quienes trabajan en la industria del ferrocarril o, como él mismo lo describe: “filmar no a los que se quedan, sino a los que se van”. Así, muestra la particular forma de vida de los maquinistas y operadores que difícilmente pueden ver a sus esposas e hijos, teniéndose solo a ellos mismos por compañía. Hay una nostalgia por los tiempos del ferrocarril de pasajeros y los pueblos de paso, mezclada con la culpa hacia esa familia que solo visitan unas cuantas veces al año, y con un agradecimiento a sus padres —a quienes, como ellos, rara vez vieron en su infancia— pero que les sirvieron de inspiración para continuar la tradición. Una tradición que no discrimina por género, como deja ver una de las primeras maquinistas.
El documental de Adria configura una nueva especie de colectividad: una en la que los lazos laborales se difuminan para construir una familia.
El mismo tema aborda el documental Sex Panchitos, de Gustavo Gamou. Guiada por el grupo, nombrado en honor a los Sex Pistols como “Sex Panchitos Punk”, la película sigue a quienes, unidos por el rock y la contracultura ochentera, escapaban de la marginalidad y de la represión gubernamental del echeverrismoy del mando de Durazo entre fiestas, robos a autobuses, riñas callejeras, toquines clandestinos y asaltos a tiendas.

Uno de los personajes incluso dice: “¿Quién me va a devolver mi infancia?”, tras mirar en sus compañeros el paso de los años de adicción, encarcelamiento, pobreza, indigencia o deterioro de salud. Es el resultado de una política represiva que los marginaba y criminalizaba, orillándolos a la clandestinidad y, paradójicamente, a la criminalidad.
La mirada de Gamou es profundamente humana. Tras décadas de criminalización, estigma y cobertura amarillista de la prensa, les regala la cámara a los Panchitos que se mantienen en pie, quienes explican a la pandilla como una familia; una que, pese a la dispersión y las consecuencias de aquellos actos juveniles, aún conserva fuertes lazos de apoyo mutuo para seguir sobreviviendo. La imagen del documental, por si fuera poco, fue acompañada por la presencia de una de sus integrantes, Maricela, quien compartió anécdotas y relatos de los tiempos de mayor actividad de la banda.
El cine no cambia el futuro, no hace milagros. Sin embargo, a veces concede momentos únicos. Uno de ellos fue permitir que, gracias a este documental, Maricela tomara su primer avión, uno que la llevó de la capital a Colima. Tal vez la vida continúe igual pero el cine y Zanate conservan un recuerdo invaluable para la posteridad.
Contrario a lo que ocurre, lamentablemente, en En el fin del mundo de Abraham Escobedo-Salas, el indiscutible peor documental en competencia. Un carroñero retrato pornomisericopara festivales, en el que se tortura injustamente a su protagonista, Cecilio: un hombre en situación de calle y con adicciones al que, como si fuera un conejillo de indias, se le obliga a hacer llamadas a inmobiliarias para capturar su decepción, y a recorrer las calles casi como esperando el momento en que la policía lo detenga para tenerlo en cámara.
En una conversación con su aventajado director, éste relató el miedo que sentía al exponerse a situaciones de riesgo y entrar a zonas violentas de Lisboa; sin embargo, parece omitir el mayor riesgo de todos y al que expone a Cecilio: el de levantar la cámara de forma inhumana y violenta para lucrar con el cuerpo ajeno, sin consideración por la vida detrás. Decir que traiciona la tradición cinéfila del cine portugués de Pedro Costa es poco: aquí lo que se vende es la vida, lo que se violenta es la dignidad. En Vitalina Varela, Costa, pese a trabajar dentro de la ficción, le regala a su pobre y quincuagenaria protagonista un final en el que construye su casa con el sol iluminando su rostro. Aquí, en cambio, Escobedo-Salas no hace sino regodearse en la pobreza ajena y cerrar, como la antítesis de Costa, sumiendo a su protagonista en la impotencia de lo que él mismo parece considerar un destino inevitable, un sufrimiento que merece padecer.
El único consuelo que ofrece este documental es ser la única decepción de su tipo en el festival.
Uno de mis documentales favoritos se abrió paso pronto. Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba, suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, de Pepe Gutiérrez y Carlos San Juan, fue la propuesta experimental de Zanate. Un título hermoso, extraído de un pasaje de Pedro Páramo de Juan Rulfo, y usado para describir ese sentimiento de orfandad y de herida transgeneracional que atraviesa territorios tan distantes como México y Filipinas por la empresa colonial española impulsada por el Galeón de Manila.
Un largometraje en sintonía con la genealogía del cine experimental mexicano, desde la obra inaugural La fórmula secreta de Rubén Gámez hasta adiciones más recientes como ¡Aoquic iez in Mexico! ¡Ya México no existirá más! de Annalisa Quagliata, donde las raíces que sostienen nuestra identidad siguen siendo un territorio en disputa.
Finalmente, dos poderosos documentales que capturan comunidades que resisten a todo: a la opresión estatal, a las presiones del capital e incluso a las condiciones climáticas. Un lugar más grande, de Nicolás Défossé, y Boca Vieja, de Yovegami Ascona, retratan la lucha y la sobrevivencia de dos pueblos: uno guiado por el movimiento zapatista y el otro, homónimo, que da nombre al documental.
Ambos documentales comparten una intuición poderosa: la de que un territorio no se filma solo con la mirada, sino con la escucha. En Un lugar más grande, las asambleas, los silencios colectivos y los pasos sobre la tierra dialogan con la memoria insurgente; mientras que en Boca Vieja el sonido del viento, del mar y de la vida cotidiana se convierte en un testimonio de resistencia y de celebración ante las inminentes amenazas. En los dos casos, la cámara no llega a registrar una comunidad, sino a aprender de ella: observa sus ritmos, acompañar sus gestos y revela que la autonomía, ya sea política, ecológica o cultural, es una forma de habitar el mundo y no solo de confrontarlo.
Junto a estos, tres de los documentales más premiados del año se le unen para cerrar el festival, y a los que cualquier palabra adicional sería caer en la redundancia frente a la ovación general que han recibido, incluida la mía: Llamarse Olimpia de Indira Cato, Ángeles FC de Roberto Ortiz y Li Cham de Ana Tsuyeb.
De todos estos valiosos trabajos que, a cada festival, consolidan la potente voz de sus documentalistas, solo podría expresar la tristeza de no haber coincidido con Roberto Ortiz ni con Indira Cato, a quienes agradezco los sinceros espacios otorgados en DOQUMENTA y en el FICM para hacer de sus entrevistas, y de mis textos y críticas, un puente entre el espectador y su obra. Ese quiero que sea mi aporte y, aunque insuficiente, mi manera de decir gracias.
Y, para mi mala suerte, no haber coincidido, una vez más, con Ana Tsuyeb, a quien, pese al FICM, Ambulante, FICAUTOR y ahora Zanate, el destino parece empeñado en negarme el diálogo con una de mis más recientes admiraciones del documental mexicano.
El festival no acabó con el documental. En mi última noche se celebró la inauguración de Cinema Revolución, un proyecto para alojar otras narrativas, con la proyección del largometraje de ficción de Eduardo Esquivel, La eterna adolescente. La película, mezclada con una simulación de archivo, recupera parte de una tradición del cine nacional ausente desde hace décadas de las salas: el melodrama mexicano. Contenida a lo largo de un par de días en el interior de una casa tapatía, los sentimientos a flor de piel de sus protagonistas se desbordan y, por ende, nos invaden.
La reunión familiar, impulsada por el duelo, el recuerdo y la melancolía, es el eje de un despliegue emocional que se ha vuelto atípico en la filmografía reciente y que, aunque ha aparecido con mayor frecuencia en la pantalla chica, lo hace con una calidad mayormente deficiente. Este contrapunto parece orientar los esfuerzos de este nuevo proyecto en Zanate: guiar al espectador a despertar y reavivar la dormida y olvidada sensibilidad, a retomar el melodrama como ventana a la intimidad.

Finalmente, el festival me regaló algo más que la experiencia cinéfila de la pantalla: la del diálogo. Esa que, como mencioné anteriormente, reúne a una audiencia tan diversa en edades y entornos, a esperar con ansias al final, ya sea en la sala o en el hermoso espacio al aire libre habilitado para proyecciones, para prolongar la estancia tras la proyección. Allí, la película la vuelven suya, y esa pequeñísima ciudad en el occidente mexicano se convierte, aunque sea por unos días, en el refugio de la cinefilia.
Ahí, los diálogos con los directores Paloma, Miguel, Gustavo, Adria, Patricio, Eduardo, Enrique, Pepe, Nicolás, Andoeni y —con riesgo de omitir a alguno— muchos más, me iluminaron no solo sobre su proceso fílmico para las valiosas entrevistas y este extenso texto, sino que hicieron surgir de mi práctica escrita algo más valioso: su amistad.
También, en el caso de Amaranta Navarro de IMCINE y los jurados Emiliano Altuna y Rafael Gilhem, especialmente este último, cuyas gozosas charlas han sido para mí un llamado a resistir; a que la cinefilia nos siga uniendo, y a encontrar en sus palabras y, espero pronto, en sus próximos textos la posibilidad de un cine distinto, de un mundo distinto, más parecido a lo que Zanate y Colima fueron por unos días.
Zanate permite que “la provincia” deje de ser periférica para transformarse en el corazón de la cinefilia nacional, un lugar donde el cine es puente y refugio, y donde cada historia proyectada revela el músculo del documental mexicano para resistir, recordar y sentir. Y aunque las luces se apaguen y los cortos y largometrajes terminen, queda esa energía, ese alientode cine que sigue vivo en los diálogos, en la amistad, en la memoria de quienes lo vivimos: un recordatorio de que el cine, como Colima y como Zanate, puede ser hogar y encuentro. Zanate y nuestro cine lo hacemos todos, no solo quienes levantan la cámara para filmar, sino también quienes escribimos, quienes ponemos el micrófono para entrevistar, quienes regalan su tiempo para hacer posible este festival ya adulto, y sobre todo, quienes acuden gustosamente a dejarse conmover por la pantalla una vez más.

Una vez más, las distintas formas de periferia convergieron en una de las entrañas de la cinefilia nacional: Colima. En su décima octava edición del festival era evidente en las caras de los asistentes a las funciones de cortometrajes —que miraban en maratón para reunir los sellos y entrar en la rifa del festival— que había algo que trascendía la pantalla y los orillaba a reunirse, discutir los cortos y buscar, en los nombres grabados en las sillas de la Sala Universitaria de Cine, a sus directores favoritos, en un espacio que rinde homenaje tanto a Yasujiro Ozu como María Luisa Bemberg.
Siguiendo la tradición, los nuevos nombres del cine nacional desfilaron ahí, ya en otra sede, en el Museo Fernando del Paso. Paloma López Carrillo, Pepe Gutiérrez, Gustavo Gamou, Yovegami Ascona, Indira Cato, Adria Campmany, Nicolas Défossé, Roberto Ortiz, Abraham Escobedo-Salas y Eduardo Esquivel, además de tres más que acompañaron desde la ausencia con sus voces cinematográficas: Kani Lapuerta, Carlos San Juan y Ana Tsuyeb.
En un paisaje totalmente opuesto al aire seco y cálido de Colima, Say Goodbye —ópera prima de la experimentada editora Paloma López Carrillo, estrenada en FICUNAM a mediados de año y luego exhibida en festivales tan diversos como DokuFest o Visions du Réel— sigue en los nevados parajes de Utah a familiares de la propia directora mientras transitan por un duelo reprimido, que ciertos extractos de archivo familiar y conversaciones sutiles sacan a flote, tras la desaparición de un padre.
El celebrado documental, ganador de mención honorífica en FICUNAM, del Premio José Rovirosa y del Premio Vertov de montaje en Zanate, destaca dentro de la selección por su manera de construir a una familia, la Vargas Carrillo, a través de pequeños gestos, silencios, objetos y conversaciones. Como aquella que sostiene Sol, la hija, con su terapeuta, que hacia el final le permite nombrar esa pesadumbre que la acompaña, haciendo presente la ausencia que la atraviesa a ella y a toda su familia pese a que rara vez la exteriorizan. Paloma, ahí presente con una playera de Persona de Bergman, entre las preguntas del público realizó un segundo ejercicio que se extiende fuera de su practica fílmica: reconocer ella misma esa ausencia, una que prevalece cuando la cámara deja de rodar.
Quien trabajara en el sonido de la película, Adria Campmany, también presentó durante el festival su largometraje Travesía a los confines, un recorrido por las vías ferroviarias de quienes trabajan en la industria del ferrocarril o, como él mismo lo describe: “filmar no a los que se quedan, sino a los que se van”. Así, muestra la particular forma de vida de los maquinistas y operadores que difícilmente pueden ver a sus esposas e hijos, teniéndose solo a ellos mismos por compañía. Hay una nostalgia por los tiempos del ferrocarril de pasajeros y los pueblos de paso, mezclada con la culpa hacia esa familia que solo visitan unas cuantas veces al año, y con un agradecimiento a sus padres —a quienes, como ellos, rara vez vieron en su infancia— pero que les sirvieron de inspiración para continuar la tradición. Una tradición que no discrimina por género, como deja ver una de las primeras maquinistas.
El documental de Adria configura una nueva especie de colectividad: una en la que los lazos laborales se difuminan para construir una familia.
El mismo tema aborda el documental Sex Panchitos, de Gustavo Gamou. Guiada por el grupo, nombrado en honor a los Sex Pistols como “Sex Panchitos Punk”, la película sigue a quienes, unidos por el rock y la contracultura ochentera, escapaban de la marginalidad y de la represión gubernamental del echeverrismoy del mando de Durazo entre fiestas, robos a autobuses, riñas callejeras, toquines clandestinos y asaltos a tiendas.

Uno de los personajes incluso dice: “¿Quién me va a devolver mi infancia?”, tras mirar en sus compañeros el paso de los años de adicción, encarcelamiento, pobreza, indigencia o deterioro de salud. Es el resultado de una política represiva que los marginaba y criminalizaba, orillándolos a la clandestinidad y, paradójicamente, a la criminalidad.
La mirada de Gamou es profundamente humana. Tras décadas de criminalización, estigma y cobertura amarillista de la prensa, les regala la cámara a los Panchitos que se mantienen en pie, quienes explican a la pandilla como una familia; una que, pese a la dispersión y las consecuencias de aquellos actos juveniles, aún conserva fuertes lazos de apoyo mutuo para seguir sobreviviendo. La imagen del documental, por si fuera poco, fue acompañada por la presencia de una de sus integrantes, Maricela, quien compartió anécdotas y relatos de los tiempos de mayor actividad de la banda.
El cine no cambia el futuro, no hace milagros. Sin embargo, a veces concede momentos únicos. Uno de ellos fue permitir que, gracias a este documental, Maricela tomara su primer avión, uno que la llevó de la capital a Colima. Tal vez la vida continúe igual pero el cine y Zanate conservan un recuerdo invaluable para la posteridad.
Contrario a lo que ocurre, lamentablemente, en En el fin del mundo de Abraham Escobedo-Salas, el indiscutible peor documental en competencia. Un carroñero retrato pornomisericopara festivales, en el que se tortura injustamente a su protagonista, Cecilio: un hombre en situación de calle y con adicciones al que, como si fuera un conejillo de indias, se le obliga a hacer llamadas a inmobiliarias para capturar su decepción, y a recorrer las calles casi como esperando el momento en que la policía lo detenga para tenerlo en cámara.
En una conversación con su aventajado director, éste relató el miedo que sentía al exponerse a situaciones de riesgo y entrar a zonas violentas de Lisboa; sin embargo, parece omitir el mayor riesgo de todos y al que expone a Cecilio: el de levantar la cámara de forma inhumana y violenta para lucrar con el cuerpo ajeno, sin consideración por la vida detrás. Decir que traiciona la tradición cinéfila del cine portugués de Pedro Costa es poco: aquí lo que se vende es la vida, lo que se violenta es la dignidad. En Vitalina Varela, Costa, pese a trabajar dentro de la ficción, le regala a su pobre y quincuagenaria protagonista un final en el que construye su casa con el sol iluminando su rostro. Aquí, en cambio, Escobedo-Salas no hace sino regodearse en la pobreza ajena y cerrar, como la antítesis de Costa, sumiendo a su protagonista en la impotencia de lo que él mismo parece considerar un destino inevitable, un sufrimiento que merece padecer.
El único consuelo que ofrece este documental es ser la única decepción de su tipo en el festival.
Uno de mis documentales favoritos se abrió paso pronto. Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba, suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, de Pepe Gutiérrez y Carlos San Juan, fue la propuesta experimental de Zanate. Un título hermoso, extraído de un pasaje de Pedro Páramo de Juan Rulfo, y usado para describir ese sentimiento de orfandad y de herida transgeneracional que atraviesa territorios tan distantes como México y Filipinas por la empresa colonial española impulsada por el Galeón de Manila.
Un largometraje en sintonía con la genealogía del cine experimental mexicano, desde la obra inaugural La fórmula secreta de Rubén Gámez hasta adiciones más recientes como ¡Aoquic iez in Mexico! ¡Ya México no existirá más! de Annalisa Quagliata, donde las raíces que sostienen nuestra identidad siguen siendo un territorio en disputa.
Finalmente, dos poderosos documentales que capturan comunidades que resisten a todo: a la opresión estatal, a las presiones del capital e incluso a las condiciones climáticas. Un lugar más grande, de Nicolás Défossé, y Boca Vieja, de Yovegami Ascona, retratan la lucha y la sobrevivencia de dos pueblos: uno guiado por el movimiento zapatista y el otro, homónimo, que da nombre al documental.
Ambos documentales comparten una intuición poderosa: la de que un territorio no se filma solo con la mirada, sino con la escucha. En Un lugar más grande, las asambleas, los silencios colectivos y los pasos sobre la tierra dialogan con la memoria insurgente; mientras que en Boca Vieja el sonido del viento, del mar y de la vida cotidiana se convierte en un testimonio de resistencia y de celebración ante las inminentes amenazas. En los dos casos, la cámara no llega a registrar una comunidad, sino a aprender de ella: observa sus ritmos, acompañar sus gestos y revela que la autonomía, ya sea política, ecológica o cultural, es una forma de habitar el mundo y no solo de confrontarlo.
Junto a estos, tres de los documentales más premiados del año se le unen para cerrar el festival, y a los que cualquier palabra adicional sería caer en la redundancia frente a la ovación general que han recibido, incluida la mía: Llamarse Olimpia de Indira Cato, Ángeles FC de Roberto Ortiz y Li Cham de Ana Tsuyeb.
De todos estos valiosos trabajos que, a cada festival, consolidan la potente voz de sus documentalistas, solo podría expresar la tristeza de no haber coincidido con Roberto Ortiz ni con Indira Cato, a quienes agradezco los sinceros espacios otorgados en DOQUMENTA y en el FICM para hacer de sus entrevistas, y de mis textos y críticas, un puente entre el espectador y su obra. Ese quiero que sea mi aporte y, aunque insuficiente, mi manera de decir gracias.
Y, para mi mala suerte, no haber coincidido, una vez más, con Ana Tsuyeb, a quien, pese al FICM, Ambulante, FICAUTOR y ahora Zanate, el destino parece empeñado en negarme el diálogo con una de mis más recientes admiraciones del documental mexicano.
El festival no acabó con el documental. En mi última noche se celebró la inauguración de Cinema Revolución, un proyecto para alojar otras narrativas, con la proyección del largometraje de ficción de Eduardo Esquivel, La eterna adolescente. La película, mezclada con una simulación de archivo, recupera parte de una tradición del cine nacional ausente desde hace décadas de las salas: el melodrama mexicano. Contenida a lo largo de un par de días en el interior de una casa tapatía, los sentimientos a flor de piel de sus protagonistas se desbordan y, por ende, nos invaden.
La reunión familiar, impulsada por el duelo, el recuerdo y la melancolía, es el eje de un despliegue emocional que se ha vuelto atípico en la filmografía reciente y que, aunque ha aparecido con mayor frecuencia en la pantalla chica, lo hace con una calidad mayormente deficiente. Este contrapunto parece orientar los esfuerzos de este nuevo proyecto en Zanate: guiar al espectador a despertar y reavivar la dormida y olvidada sensibilidad, a retomar el melodrama como ventana a la intimidad.

Finalmente, el festival me regaló algo más que la experiencia cinéfila de la pantalla: la del diálogo. Esa que, como mencioné anteriormente, reúne a una audiencia tan diversa en edades y entornos, a esperar con ansias al final, ya sea en la sala o en el hermoso espacio al aire libre habilitado para proyecciones, para prolongar la estancia tras la proyección. Allí, la película la vuelven suya, y esa pequeñísima ciudad en el occidente mexicano se convierte, aunque sea por unos días, en el refugio de la cinefilia.
Ahí, los diálogos con los directores Paloma, Miguel, Gustavo, Adria, Patricio, Eduardo, Enrique, Pepe, Nicolás, Andoeni y —con riesgo de omitir a alguno— muchos más, me iluminaron no solo sobre su proceso fílmico para las valiosas entrevistas y este extenso texto, sino que hicieron surgir de mi práctica escrita algo más valioso: su amistad.
También, en el caso de Amaranta Navarro de IMCINE y los jurados Emiliano Altuna y Rafael Gilhem, especialmente este último, cuyas gozosas charlas han sido para mí un llamado a resistir; a que la cinefilia nos siga uniendo, y a encontrar en sus palabras y, espero pronto, en sus próximos textos la posibilidad de un cine distinto, de un mundo distinto, más parecido a lo que Zanate y Colima fueron por unos días.
Zanate permite que “la provincia” deje de ser periférica para transformarse en el corazón de la cinefilia nacional, un lugar donde el cine es puente y refugio, y donde cada historia proyectada revela el músculo del documental mexicano para resistir, recordar y sentir. Y aunque las luces se apaguen y los cortos y largometrajes terminen, queda esa energía, ese alientode cine que sigue vivo en los diálogos, en la amistad, en la memoria de quienes lo vivimos: un recordatorio de que el cine, como Colima y como Zanate, puede ser hogar y encuentro. Zanate y nuestro cine lo hacemos todos, no solo quienes levantan la cámara para filmar, sino también quienes escribimos, quienes ponemos el micrófono para entrevistar, quienes regalan su tiempo para hacer posible este festival ya adulto, y sobre todo, quienes acuden gustosamente a dejarse conmover por la pantalla una vez más.







